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ORGULLO Y PREJUICIO

por Roberto Luque Escalona


Una dama cubana se convierte en gran duquesa de Luxemburgo y ello le provoca rabietas a cierta gente. Cuando uno de los Arias, de la dinastía política de Panamá, se casó con Margot Fonteyn, alguien para mí más importante que todos los duques (sean grandes, medianos o pequeños), no tuve ninguna reacción en contra ni a favor, pues las relaciones matrimoniales de la famosa bailarina no eran asunto que me interesara; lo mismo me daba que su marido fuese panameño, inglés o turco, y las envidias nacionales, además de malsanas como todas las envidias, me parecen ridículas.

En New York y Los Angeles, el número de personas capaces de leer en español supera al de la población total del condado de Miami-Dade. Sin embargo, en esas ciudades, las mayores de Estados Unidos, no hay un periódico al nivel de ése que tiene usted en las manos. Supongo, sólo supongo, que a los que trabajan en El Nuevo Herald les resulte estimulante ser parte del mayor diario hispano del país y que los sueldos que ganan no son poca cosa, mucho más elevados que los que ganarían en el lugar de donde vinieron.

Pues bien, tengo una noticia quizás desagradable para algunos: si el número uno entre los periódicos americanos en español se edita en Miami, se debe a los cubanos. Sí, ya sé, la plata para echarlo a andar la pusieron unos señores anglos dueños de la cadena Knight Ridder, pero ni siquiera hubieran pensado en hacerlo de no contar como lectores a la comunidad cubana, acostumbrada en su país de origen a una prensa de primera clase: en La Habana de antes había por lo menos seis grandes periódicos y en un país con apenas siete millones de habitantes se editaba la revista de mayor tirada en el mundo hispánico. En resumen, señoras y señores, que los buenos sueldos que ganan y la buena vida que con esos sueldos se dan no existirían sin nosotros. Al que le moleste esa verdad poco menos que absoluta puede irse a probar suerte a las ciudades que antes mencioné o volver a su país de origen o, lo que sería mejor, ahorcarse.

Las cantaletas sobre la intolerancia del exilio cubano compiten con las más acabadas demostraciones de hipocresía de que he sido testigo. ¿Se imaginan que en esta ciudad hubiera programas radiales dedicados a defender los crímenes nazis, que actuaran aquí artistas con toda una vida de servicios a Hitler, que profesores miembros del Partido Nacional-Socialista dictaran conferencias en las universidades sobre los grandes logros del Tercer Reich, que escritores adoradores del führer vivieran aquí tranquilamente, que una alta funcionaria de un gobierno antisemita fuese nombrada para dirigir nuestro principal centro de enseñanza superior, que otro alto funcionario, nada menos que de Inmigración, adornase su despacho con la estrella de David enmarcada en un círculo y cruzada con una diagonal? Imposible, ¿verdad? Los judíos no lo permitirían; tampoco dejan pasar ataques ni abiertos ni solapados de quienes los odian. La tolerancia con el crimen, y con los que simpatizan con criminales y odian a sus víctimas no es parte de la democracia, sino una manera de socavarla. Enemigos de los perseguidos son los que demuestran simpatía por los perseguidores, y yo, que perseguido fui, los mando a todos a incorporar el mundo exterior contra el tráfico.

¿Qué los cubanos somos orgullosos? Tenemos que serlo. No es que los motivos de orgullo se mantengan; es que no dejan de aparecer y de repetirse. Ahí tienen a los médicos. ¿Terremoto en El Salvador, inundaciones en Honduras o en Nicaragua? Allá va el Miami Medical Team, allá van Manuel Alzugaray, Wilfredo Ventura y los otros que no menciono por falta de espacio, no alquilados por una tiranía para conseguir dólares o propaganda, no subsidiados por Francia como Médicos sin Fronteras, sino pagándose el viaje, gastándose su dinero para acudir a curar, a servir. Pertenecer al exilio cubano y no ser orgulloso es una combinación difícil de lograr, y en esta ciudad, convivir con nuestro orgullo es lo más razonable. El que lo dude, que le pregunte a Gore.


Roberto Luque Escalona

OPINIONES
Publicado el sábado, 3 de febrero de 2001
El Nuevo Herald
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