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por Armando F. Valladares
En los recientes textos de S.S. Juan Pablo II y de diversos Cardenales donde piden perdón por aquello que consideran como pecados pasados y presentes de los hijos de la Iglesia, no me fue posible encontrar la más mínima referencia a la complicidad de tantos eclesiásticos con el comunismo en Cuba y en otros países del mundo, por acción u omisión, durante las últimas décadas; ni tampoco a las devastaciones en el rebaño católico provocadas por los "teólogos de la liberación" de inspiración marxista.
La constatación de esa protuberante ausencia me llenó de perplejidad y hasta de angustia. En efecto, si de identificar y admitir culpas se trata, ¿pudo haber hecho más grave, en ese siglo XX recién traspuesto, que esa colaboración eclesiástica con una ideología "intrínsecamente perversa", responsable por la masacre de 100 millones de personas? Si ello es así -y cuánto desearía ser desmentido no con descalificaciones, pero sí de manera seria y documentada- ¿cómo, entonces, explicar esa omisión?
En relación a Cuba, como en un film de pesadillas me vienen a la mente el público respaldo del Cardenal Silva Henríquez y de los "Cristianos por el Socialismo" al dictador Castro, en 1971, cuando éste visitara Chile durante el régimen del socialista Salvador Allende; las declaraciones en Cuba, en 1974, de Monseñor Agostino Casaroli, artífice de la "ostpolitik" vaticana, entonces Secretario del Consejo de Asuntos Públicos de la Santa Sede y posteriormente Cardenal Secretario de Estado, de que "los católicos que viven en la isla son felices dentro del sistema socialista" y que "en general, el pueblo cubano, no tiene la menor dificultad con el gobierno socialista", negando frontalmente tantas evidencias históricas; las declaraciones en Cuba, en 1989, del Cardenal Roger Etchegaray -entonces presidente de la Pontificia Comisión Justicia y Paz y hoy presidente del Comité Central del Jubileo del 2000- de que la "Iglesia del Silencio" ya no existía en la isla-cárcel; también en 1989, la carta del Cardenal Paulo Evaristo Arns, de Säo Paulo, dirigida a un "queridísimo Fidel", en la que afirmaba discernir en las "conquistas de la Revolución" nada menos que "las señales del Reino de Dios"; y los reiterados pronunciamientos del Cardenal Ortega y Alamino, arzobispo de La Habana, durante las últimas décadas, en favor de un diálogo y colaboración con el régimen comunista.
¡Cuánto más se ha dicho, de manera documentada, respecto de la colaboración de tantos eclesiásticos de las Américas con el comunismo cubano! En vísperas de la 27a. Reunión Interamericana de Obispos, efectuada en la isla-presidio de Cuba entre el 14 y el 16 de febrero de 1999, en carta abierta a los directivos del CELAM y de las Conferencias Episcopales de Estados Unidos y Canadá que allí se reunirían, tuve ocasión de afirmar, y hoy lo reitero: difícilmente hubiera sido posible la prolongación, durante tantas décadas, de la dictadura comunista en Cuba y del martirio del pueblo cubano si no fuese ora por ese silencio, ora por esa contemporización y hasta complacencia, de tantas figuras eclesiásticas de las Américas; actitudes que, en líneas generales, han continuado desde el comienzo de la revolución comunista en Cuba hasta hoy (cfr. DIARIO LAS AMÉRICAS, Miami, Enero 31, 1999).
Me permito añadir en el mismo sentido -en un plano más universal, que incluye el problema cubano pero lo trasciende ampliamente- un hecho que con la perspectiva del tiempo resulta estremecedor: la negativa del Concilio Vaticano II a condenar al comunismo, pese al solemne pedido en ese sentido suscripto por 456 Padres conciliares de 86 países. Durante las sesiones del Concilio, el Cardenal Antonio Bacci había advertido sobre la imperiosa necesidad de una condena explícita al comunismo: "Todas las veces que se reunió un Concilio Ecuménico fue para resolver los grandes problemas que se agitaban en esa época y condenar los respectivos errores. Creo que hacer silencio sobre este punto sería una laguna imperdonable, mejor dicho, un pecado colectivo. Esta es la gran herejía teórica y práctica de nuestros tiempos; y si el Concilio no se ocupa de ella, ¡podrá parecer un Concilio malogrado!" (Acta Synodalia, vol. IV, parte II, pp. 669-670). De hecho, analizar los problemas contemporáneos de los católicos sin referirse al comunismo -un adversario tan completamente opuesto a su doctrina, tan poderoso, tan brutal y tan astuto como la Iglesia no encontró antes en su Historia- era como si hoy en día un congreso mundial de médicos se reuniese para estudiar las principales enfermedades, omitiendo la más mínima referencia al Sida...
Por todas esas lamentables actitudes de tantos y tan connotados hijos de la Iglesia, no se pidió perdón de modo explícito. Lo lamento profundamente como católico, como cubano y como una de las incontables víctimas.
Deseo manifestar que no me siento solo en mis perplejidades y críticas sobre las recientes ceremonias de pedido de perdón. Hubo declaraciones de conceptuadas autoridades eclesiásticas y de destacados intelectuales católicos que manifestaron sus dudas y hasta sus discrepancias sobre aspectos centrales de dichas ceremonias, antes mismo de que éstas se efectuaran hace pocos días. De cualquier manera, me permito, una vez más, reiterar conceptos expresados a los altos prelados interamericanos reunidos en La Habana, en 1999, sobre el derecho de un católico de manifestar filialmente sus puntos de vista sobre temas tan delicados: la Iglesia nunca fue, la Iglesia no es, la Iglesia jamás será una cárcel para las conciencias de sus hijos. Por ello, tengo la certeza de que se sabrá comprender estos respetuosos comentarios de un fiel católico cubano que, en las mazmorras castristas, imploró a la Virgen de la Caridad del Cobre la gracia de rechazar -aún al precio de la propia vida- hasta la más mínima forma de aceptación de la nefasta revolución cubana y el más mínimo acercamiento con el régimen, basado en la enseñanza tradicional de la Iglesia que condena al comunismo como "intrínsecamente perverso" y considera "inadmisible la colaboración con él en cualquier terreno" (Pio XI, Divini Redemptoris).
Armando Valladares, ex preso político cubano, fue embajador de Estados Unidos ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra, durante las administraciones Reagan y Bush.
FIN
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