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Se sabe que la crueldad de los niños es notoria. Tal vez por la ignorancia propia de la edad y por el desconocimiento de las posibles consecuencia de sus actos. Tambien hay muchas otras razones, pero ese estudio pertenece al campo de la sicología, que no es el mío.
El caso es que los niños, en sus travesuras, escogen como objetivo con frecuencia a las personas con problemas físicos. Tal es el caso, lamentablemente, de los ciegos. Hay ciegos que son parte permanente del paisaje de un barrio determinado al igual que algún mendigo ilustre o algún "loco". Cada barrio tiene sus heroes populares. Incluso las ciudades. El Caballero de Paris era parte integrante de los mitos y leyendas de la ciudad de La Habana, hasta el extremo de desbordar sus fronteras y convertirse en el mendigo nacional. Con su muerte quedó vacía la plaza que algún día alguien, lamentablemente, ocupará, quién sabe si con mayor o menor encanto que el parisino habanero de maneras cortesanas. Matías Pérez fue otro ilustre nacional—aunque era portugués—y su ascensión al cielo en su globo "Villa de París" fue un antecedente cubano de la cosmonáutica moderna.
En un barrio de La Habana donde trabajé –en la calle Muralla, cerca del Parque Habana, a una o dos cuadras del Palacio de los Condes de Jaruco—había un ciego que paseaba parsimonioso con sus gafas oscuras ayudado por el rítmico percutir de su bastón contra el borde a la acera. Muchas veces—la mayoría—iba cantando. Su repertorio se movía entre Benny Moré, Matamoros y hasta alguna que otra cosa de Bola de Nieve. También hablaba con los que lo saludaban, hacía chistes con su voz grave y clara y siempre, sin excepción, estaba de buen humor. Nunca pedía limosnas.
Los niños le gritaban cosas y él contestaba. Pero de ahí nuncaa pasaba la cosa. Pero un día fueron particularmente desalmados y le tiraron un jarro de agua fría en la cara. Fue una acción indigna y los que presenciamos el hecho, mis compañeros de trabajo en ese perdido almacén de ropa de la calle Muralla, y yo, nos dividimos en dos grupos, unos persiguiendo a los malvados y otros auxiliando al ciego.
Pero sucedío algo inesperado que nos obligó a correr a todos. El ciego, en su indignación y sorpresa por el ataque inesperado de agua fria, comenzó a lanzar insultos de los peores, repertorio de marinero abandonado o de proxeneta de barrio bajo. Cada insulto superaba al anterior y el rosario de malas palabras no se le acababa a ese invidente ofendido. Pero lo peor fue el gran final. El que nos hizo correr hacia las naves del almacén y escondernos. El ciego hizo una pausa en sus ofensas para coger aire y llenar sus pulmones, como un cantante de ópera que va a dar su "Do de pecho", y cuando estuvo listo, con la indiferencia de sus ojos sin luz, gritó lo que de seguro era la peor ofensa que reservaba en su vocabulario. Ante el asombro de todos una sola palabra salió de su garganta: ¡comunistas!
Ya refugiados en el almacén escuchamos algo aún más insólito que la ofensa del ciego: unos fuertes aplausos que provenían de la azotea del solar de la acerca de enfrente.
Fue una tarde de sorpresas. Un empleado, pobre hombre lleno de miedo, nos dijo que el ciego pensaba así porque, debido a su invidencia, no era capaz de ver los logros de la revolución. Pero ese día, a pesar del miedo, el ciego alcanzó en el corazón de los vecinos de aquella cuadra de La Habana Vieja el lugar que le correspondía: héroe del barrio. Y yo, después de tantos años, pienso que era mucho más que un héroe aquel hombre de andar acompasado por su bastón: era sencillamente, un verdadero filósofo.
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