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Playa Girón, 19 de
abril de 1961, 2 p.m. El Jefe de la Brigada 2506, José Pérez San Román, tuvo
su último contacto radial. "Jamás abandonaremos nuestra patria".
Fueron sus últimas palabras. Seguidamente, se dirigió a la tropa,
notificándole que todo estaba perdido y que cada uno quedaba en libertad de
escoger el camino apropiado para proteger sus vidas. Los obuses caían por toda
la zona turística de Playa Girón. Se me ocurrió mirar hacia el muro del
malecón. Vi que hacían blanco en él, sin traspasarlo. Me lució un lugar ideal
para resguardarse. Acompañado del Dr. José Rojas, de la Sección Jurídica de
la Jefatura, me encaminé hacia el muro. Vimos al Dr. Manuel Artíme, con un
grupo de combatientes. Nos comunicó, que pretendían dirigirse hacia las lomas
del Escambray. Le argumenté, que llegar a ese lugar lucía casi imposible. Que
la salida por el mar, lucía más realizable, y tratar de alcanzar los barcos
de guerra americanos, cercanos a la costa. Ellos mantuvieron su idea, y nos
separamos. En camino al malecón, nos encontramos con Monty Montalvo, que se
nos unió. Nos dijo que había estado observando un bote pesquero, anclado
cerca de la costa. Nos protegimos detrás del muro. Eran alrededor de las
4p.m. Decidimos esperar hasta el oscurecer. Llevábamos un rato detrás del
muro, cuando oímos ruido de carros y voces. Era un grupo de la Brigada.
Dijeron que venían perseguidos por tanques y tropas de Castro. Vieron el bote
anclado a 100 metros y decidieron nadar hasta él. La distancia nadando hasta
el bote no era grande. Sobre todo, para un nadador regular. Pero los obuses
que caían y explotaban, hacían peligrosa y dudosa la decisión. No obstante,
casi todos optaron por nadar hasta el barco. Le pregunté a Rojas y a Montalvo
si venían. Dudaron. Yo me decidí y me lancé al agua. Para mí, buen nadador,
los 100 metros me lucieron 100 millas. Al fin logré alcanzar la embarcación.
Alguien me ayudo a subir. Cortaron la soga que sujetaba el ancla. Izaron la
vela y trataron de echar a andar el motor. El motor no arrancó. No soplaba
brisa para la vela. Decidimos remar con las manos y con tablas que arrancamos
del piso del bote. Comenzó a moverse lentamente. La vela cogió brisa. Y
pusimos proa hacia los barcos. En total, habíamos logrado llegar a la
embarcación 22 hombres, sedientos y hambrientos, sofocados de calor, con un
sol que rajaba tablas. El agua de mi cantimplora, se fue volando. Un barril,
con 5 o 6 dedos de agua, se la tomaron en unos minutos. De pronto alguien
gritó: "Los alcanzaremos, debe habernos visto!" , dijeron varios. Esa
fue la última vez que los vimos.
COMIENZA LA TRAVESIA
Con la oscuridad,
comenzó a soplar el viento fuerte. Las olas se levantaron. El agua salpicaba
y mojaba nuestros cuerpos. Sintiendo por primera vez un frío molesto. El
barco se desplazaba con velocidad. Tocamos un bajo. Vimos la luz de un faro.
Alguien alegó que deberíamos llegar hasta él. Pero seguimos rumbo, sin rumbo.
Movidos por las olas y el viento. Apiñados unos a otros. Yo recuerdo que me
senté en un pequeño espacio, en la popa, sin apenas poder moverme. Así
pasamos la primera noche de ese viaje macabro. Con la mañana, llegó la luz
del día, y el sol, que empezó a molestarnos. Comenzamos a organizarnos.
Descubrimos que no teníamos agua dulce. Encontramos unos víveres. Papas
crudas, arroz, cebollas, azúcar prieta. Había un fogoncito, pero no teníamos
como encenderlo. La documentación del barco detalló, que estaba registrado en
el puerto de Cienfuegos. Su nombre "Celia", 18 pies de estora, tipo
Cienfueguero. Seguidamente pasamos a deliberar sobre quien sería la persona
responsable, encargada de dar las órdenes en la nave. Se eligió a Alejandro
del Valle, Jefe del Batallón de Paracaidistas. Alejandro decidió tomar rumbo
Oeste. Dijo que tal vez pudiéramos arribar a las costas de México, a Yucatán,
donde su padre tenía un negocio de pesca. Aceptamos, y se puso rumbo Oeste.
El Celia tenía una brújula, calculamos que la noche anterior habíamos
navegado hacia el Sur, unas 30 o 40 millas. Esta era la opinión de Vicente
García, el único que parecía tener conocimiento de mar y barcos. A Vicente le
decían el Tío. Por su edad. Era miembro del Batallón de Paracaidistas,
veterano de la II Guerra mundial. Fue un trabajador consumado. Vicente trató
de arrancar el motor. Llegó a la conclusión que el dueño le había quitado
alguna pieza. Usando la vela, y manejando el timón, que era una caña larga,
incrustada en un agujero, que controlaba la propela, Vicente guió la
embarcación hacia México. Todos nos sentíamos dichosos de haber escapado.
Pensamos que en Girón, debido al fuego de artillería, el ataque de los
tanques y de los aviones, muchos habían perecido. El sol calentaba. Para
refrescarse, muchos se tiraban al agua, y nadaban al lado del bote. Al llegar
la noche, nos acomodamos como pudimos, y recuerdo que logramos dormir un
poco. El segundo día, comenzó a notarse la falta de agua y comida. Yo me
acomodé debajo de una lona que estaba en la cubierta.
EL TIBURON
En el barco había
unos avíos de pesca, pero carecíamos de carnada. Al tío se le ocurrió usar
una tapa de fosforera brillante, sujeta a un anzuelo, como si fuera una
carnada. Pescamos un bonito. Repartido entre 22 personas, tocamos a un
pedacito cada uno. Fue la primera vez que comí un pez crudo. Recuerdo que mi
amigo Pepe García Montes comentó, que en el Japón, comer un pez crudo era un
manjar suculento. El próximo día usando el bonito pescamos un dorado. Con la
cabeza del dorado como carnada, un anzuelo más grande y una pita mas gruesa,
enganchamos un tiburón. El animal era de gran tamaño. Comenzamos a luchar
para capturarlo. Algunos se lanzaron al mar para matarlo. Le dieron
cuchillazos, tablazos, piñazos y todo cuanto pudieron para capturarlo. El
animal dio un tirón y se alejo velozmente. Nosotros nos quedamos con la pita
y el anzuelo enderezado. Después, una manada de unos veinte tiburones, nos
sirvieron de escolta mortal.
LOS MUERTOS
Habían pasado varios
días. La falta de agua y comida, comenzaba a hacerse sentir. Desesperados,
muchos seguían nadando para refrescarse. Pasaron aviones, y les hacíamos
señales con las pocas ropas que nos quedaban. Vimos algunos barcos. De noche
notábamos las luces. Gritábamos, hacíamos señales, pero nada. No
comprendíamos lo difícil que es ver una nave del tamaño del
"Celia", en ese mar inmenso. Vimos un barco, parecía de pesca, de
gran tamaño, a corta distancia y que nos lució nos había visto. Navegó cerca
por unas 2 horas. De pronto se alejó, y no lo volvimos a ver. El primero en
caer rendido fue el tío. Se tendió en el piso de la nave y comenzó a emitir
sonidos roncos e incoherentes. Lo chequeamos, y vimos, que de sus ojos, nariz
y boca, salía un líquido amarillo-verdoso. Su agonía duró solo unas horas.
Cuando nos cercioramos que estaba muerto, un estremecimiento inundó a todos
los que integramos aquella caravana. Esperamos un día después de su muerte.
Se decidió echarlo al agua. Me eligieron para despedir el duelo.
Impresionante fue cuando lanzaron el cadáver al agua. Fue el único que vi. Se
hundió lentamente en el mar. Recuerdo esa imagen -- un compañero muerto,
dentro de su tumba de agua – los brazos levantados, el cabello largo,
flotando por encima de su cabeza. Jamás podré olvidarlo mientras viva. De ahí
en adelante, el tema de la muerte se apoderó de todos. Como sobrevivir era la
interrogante. Unos se tomaban sus propios orines. Otros se refrescaban en el
agua.
El salitre y el sol,
se impregnaban en nuestra piel. El frío de la noche, y las gotas de agua que
nos salpicaban, eran como látigo mortal. Una latica que encontró en el bote,
me sirvió para echarme agua en la cabeza. El agua rodaba desde mi cabeza
hasta la boca. Me tomé alguna de esa agua. Otras veces, hacia gárgaras.
Cuando sentía que la garganta se acostumbraba a la sal, me la tomaba. También
recogía algas marinas, que flotaban en el mar. Las masticaba, tomándome el
jugo que producían. A veces me las tragué. Sabían a rayo. Muchas veces el mar
se encrespaba, con olas fuertes. El bote se viraba. Para sorpresa mía, volvía
a enderezarse. Era un barco marinero. Un día amaneció el mar como un plato.
Había una calma siniestra. En nuestra desesperación, se nos ocurrió hacer
unos remos. Usamos las botavaras, unas tablas del piso, y los amarramos fuertemente
con pitas. Comenzamos a remar por turnos. Como a las 2 ó 3 horas, el mar
comenzó a moverse otra vez. Sólo una noche nos llovió. Nos volvimos locos.
Tratamos de tomar toda el agua posible y mojarnos el cuerpo. En esa locura,
se nos olvidó almacenar agua.
Después de la muerte
de Vicente, la desesperación comenzó a apoderarse de todos nosotros. Todos se
tocaban los ojos, la nariz y la boca, preguntándose si se veía alguna
supuración. La muerte empezó a recolectar entre aquellos que más fuerzas
perdían, nadando y moviéndose intranquilos. Así fueron muriendo uno a uno,
hasta un total de 10. El mismo proceso de supuración o secreción y un
ronquido por voz. Iban perdiendo el control. Se quedaban postrados hasta que
morían. Había dos hermanos, Isaac y Joaquín Rodríguez. Isaac perdió el
control y dijo que él no quería morir en el bote con esa supuración. Se lanzó
al agua, con el ánimo de suicidarse. Su hermano Joaquín, le suplicaba que
volviera al barco. “¿Qué le voy a decir a mamá?”, Isaac insistía en que lo
dejaran. Prefería morir ahogado. Maniobrábamos para sacar del agua a Isaac.
Al fin los dos sobrevivieron. En otra ocasión, alguien argumentó, que debería
usarse la sangre de los muertos para calmar la sed. Yo me opuse. Expliqué,
que había leído relatos, náufragos habían apelado a esa solución, y después
se volvieron unos contra otros, matándose. Tres compañeros me apoyaron y
respaldaron con su conducta, pero no éramos mayoría. En total, 10 compañeros
murieron. He aquí sus nombres por orden alfabético: Julio Caballero, Marco
Tulio García, Vicente García, José García Montes, Jorge García Villalta,
Ernesto Hernández Cossio, Raúl Menocal, Alejandro del Valle, Rubén Vera Ortiz
y Jesús Vilarchao.
EL RESCATE
El barco llevaba
varios días a la deriva, impulsado por las corrientes marinas. No sabíamos
donde estábamos, ni cuantos días llevábamos navegando. Acordamos mantener un
rumbo fijo al norte, usando el timón y la brújula. Nos rifamos los turnos. A
mí me tocó el segundo. El primero fue Joaquín Rodríguez. Comenzamos a las
5p.m. Hacía como media hora que comenzamos esta maniobra, cuando un compañero
que estaba acostado en la proa, comenzó a gritar: ¡Un barco, un barco! ¡Y se
nos viene encima! No le hicimos caso. Pero Joaquín, que iba al mando del
timón, comenzó a gritar para advertirnos del barco. Nos asomamos. Y de pronto
vi aquella mole, que parecía nos iba a desbaratar. 3 ó 4 hombres se tiraron
al mar, para tratar de alcanzarlo. La nave comenzó a soltar humo por su
chimenea. Se quedó parada. Como si hubiera frenado en el medio de aquel mar.
Le tiraron unos salvavidas a los que se lanzaron al agua. Bajaron un bote
salvavidas, con varios hombres, que comenzaron a remar hacia nosotros. Nos
recogieron y remolcaron hasta el barco. Estábamos salvados. La nave tenía el
nombre de Atlanta Seaman. Algunos fueron subidos al barco. Otros pudimos
hacerlo sin ayuda. Pedí, me dieron, y devoré, 16 naranjas frías. Nos
duchamos, y nos dieron de comer. Previamente, habíamos decidido que yo
hablaría a nombre de todos. Me entrevisté con el Capitán. Se quedó asombrado
cuando le expliqué que éramos miembros de la Brigada 2506, que había
desembarcado en Playa Girón. Me comunicó que 2 de nuestros hombres habían
fallecido a bordo del barco. Hicieron todo lo posible por salvarles sus
vidas. Me dio la fecha, 4 de Mayo de 1961. Habíamos estado perdidos en el mar
15 días. Nos rescataron a unas 100 millas al Sur de la desembocadura del río
Mississippi.
He aquí los nombres de los supervivientes: Isaac y Joaquín Rodríguez, Roberto Pérez San Román, Cuéllar, Nelson Torrado, Armando López Estrada, Florencio Valdés, Ángel Hernández, Armando Caballero, Raúl Muxó y José Enrique Dausá.
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