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La «REVOLUCIÓN
AUTÉNTICA», llevada a cabo por la «GENERACIÓN DE 1933» transformó las
condiciones sociales de Cuba y mediante la histórica legislación nacionalista
de avanzadas reformas, dio al país el nuevo y profundo sentimiento de una
CUBANIDAD impulsiva y bienhechora para todos los cubanos.
Al caer el Gobierno
Revolucionario, por el golpe militar traicionero del 15 de Enero de 1934, las
fuerzas que lo habían apoyado, de glorioso combate contra la tiranía
machadista, se reunieron para crear un Partido Político, capaz de obtener el
poder y completar los planes truncados.
En nutrida asamblea,
celebrada en La Habana el 8 de Febrero de 1934, quedó fundado el anhelado
Partido, el que se acordó se llamara PARTIDO REVOLUCIONARIO CUBANO, para
continuar la obra del fundado por Martí en 1892, teniendo además como
inspiración las doctrinas del Apóstol. Igualmente se acordó agregarle la
palabra "AUTÉNTICOS" porque fue la voz popular la que así bautizó a
la corajuda generación que hizo posible la auténtica revolución de 1933,
luchando bravamente contra las intervenciones extrañas, los viejos políticos,
los grandes intereses y todos aquellos equivocados o mal intencionados que no
habían sabido comprender el movimiento liberador de los que se sacudieron el
yugo y rompieron cadenas opresoras.
Con la representación
de catorce Organizaciones Revolucionarias, en la que tenía más miembros el
DEU de 1930, se formó un COMITE GESTOR nacional, encargado de organizar el
Partido en toda la Isla y redactar un programa que compilara los anhelos y
necesidades del pueblo cubano. Antes de terminarse 1934 ya había sido
publicado el PROGRAMA CONSTITUCIONAL, adoptado, el que llevaba la firma de
los 49 representativos que componían el Comité Gestor nacional. Respaldo
masivo tuvo el PRC-A y hasta en el último rincón de la república, centros
obreros y círculos profesionales fueron formados comités organizadores. La
falta de garantías llevó al Partido al retraimiento y después de la Huelga de
Marzo de 1935 a la clandestinidad y el destierro. Al comenzar 1937, al grito
de Elecciones Constituyentes el Partido se reintegró a la legalidad y tras
ingentes esfuerzos logró la celebración el 15 de Noviembre de 1939, de
Elecciones para una Asamblea Constituyente. La voluntad mayoritaria del
Pueblo de Cuba dio mayoría de votos y de Delegados al PRC-A el que en Alianza
con los Partidos de Menocal, Miguel Mariano y ABC, obtuvieron la mayoría
absoluta en la Asamblea nombrando Presidente de la misma al doctor Ramón Grau
San Martín, que durante cien días dirigió los debates en los que fueron
aprobados la totalidad del proyecto en que quedó plasmada la Constitución de
1940, que consagra las leyes revolucionarias de 1933 y que casi copiado a la
letra, contiene el Programa Constitucional Auténtico de 1934.
En a la Jornada
Gloriosa del 1º de Junio de 1944, fue electo por una avalancha de votos
Presidente de Cuba el doctor Ramón Grau San Martín. En 1948 lo sucedió en la
Presidencia el doctor Carlos Prío Socarrás, que no pudo cumplir enteramente
su mandato por el golpe militar que diera Batista sólo 80 días de las
elecciones en las que a no dudarlo hubiera resultado electo el Ingeniero
Carlos Hevia. Tras 7 años de sangrienta guerra civil el país fue entregado al
comunismo y hace años Castro rige la tiranía.
Cubanos:
A poco más de medio
siglo después de su caída, nos congrega aquí el deber de dar definitiva
sepultura a la huesa del más grande de todos nuestros grandes. Esta podría
ser, pues, una hora de llanto o de crespones si no reconociéramos que más que
dolor, es la gloria de una patria moverse en procesión para acercarse al
sepulcro de aquel que la condujo desde las tinieblas de la esclavitud a la
luz de la libertad, y proclamar ahí, al pie del reposo total, con hechos más
que con palabras, que es caro a su corazón el descanso de quien se desgarró
para crearla. Cuba toda está en este momento rindiendo el homenaje de su
entraña a José Martí; el estampido de los cañones que proclaman el reverente
respeto de su pueblo tiene a esta hora eco de veneración en el labriego de
los campos más remotos, en el taller donde trabaja el obrero, en la
biblioteca donde medita el sabio, en el hospital donde el médico cura. El
pulso de Cuba se detiene para que los siglos oigan el silencio con que
honramos al Apóstol.
Cuando este gigante
de la idea y del amor cayó, América no acertó a llorarlo; tan fulminante e
inesperada fue la noticia de su muerte que no atinaron a abrirse las fuentes
de las lágrimas. Nadie quería admitir que esa cabeza suya, albergue de la
luz, podía ser astillada por el plomo como si fuera la de un mortal común. La
flor que perfumaba el jardín americano había sido tronchada y Cuba se quedó
sin el sol que debía iluminar su nacimiento. La lengua de epopeya, que hacía
encarnar a los dioses en los héroes e iluminaba con fulgor de relámpagos, y
la mano febril que de un trazo describía un continente o un ejército, habían
sido clavadas por la muerte en el silencio y en la inmovilidad. Muchos han
hablado después y muchos han escrito más tarde. Pero aquel volcán de amor con
que él alimentaba su verbo y su escritura, esa pasión de libertad, de
dignidad y de bondad, esa fiera ternura conque él levantaba su palabra; esas
no han vuelto a darse. Ahí están, con él, en la sagrada osamenta que hemos
visto pasar hoy, por vez última, bajo el cielo de Cuba.
Desde que brilló para
él la alborada de la vida, comenzó José Martí a pagar el alto precio de ser
hombre. «¡Soy yo!», dijo a los dieciséis años, adelantándose a su amigo,
cuando un juez español preguntaba quién entre ellos era autor de algún
escrito considerado revolucionario. Padeció cadenas, trabajos forzados y
destierro por tales palabras; pero ni las cadenas ni los trabajos forzados ni
el destierro amilanaron su corazón, que trinaba como jilguero ante lo bello y
tenía la sencilla solidez que mora en las raíces de la piedra. Desde entonces
mostró ese don extrahumano de encender con bellezas el dolor. «Piensa que
nacen entre espinas flores», decía en la cárcel a la madre. Un cuarto de
siglo después le escribiría lo que jamás un hijo pudo decir con tan natural
pasión de hijo de mujer y de padre de una patria: «Usted se duele, en la
cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de usted con
una vida que ama el sacrificio? No son inútiles la verdad y la ternura. No
padezca». Dos meses más tarde, la estrella que daba esa luz caía en Dos Ríos.
¡Fría como un campo de nieve y ciega como una noche en las cuevas de la
tierra, debió quedar el alma de esa madre a quien Martí decía, desde el
umbral de la muerte: «No son inútiles la verdad y la ternura. ¡No padezca!».
Él había padecido ya
por ella y por todos nosotros. Ella lo llevó en su entraña, pero él llevó en
su entraña a Cuba. Ella sufrió por un hombre que henchía sus venas con su
sangre; pero él sufrió por un pueblo que se alimentaba de su espíritu. Ella
tuvo el consuelo de verlo crecer y de oír contar que podía dialogar con los
dioses de la historia y que multitudes enteras se atropellaban para
calentarse a la lumbre de sus palabras; él no pudo ver a Cuba, barco de la
libertad anclado en medio de los mares, creciendo en sí misma a la sombra de
la dignidad que él predicaba. Ella supo que su hijo había muerto; él ignoró
que su patria viviría. El vino aquí a caer para que de su cadáver se
levantara una República; ahora, ante su tumba, se inclina, reverente, una
República.
El sepulcro que hemos
alzado no es el que debería amparar sus restos. La colosal alma de José Martí
no cabe en mausoleos. Un continente entero debió cavarse para darle albergue,
y una cordillera de mármoles debió ser su lápida. Pues este muerto a quien
rendimos tributo, qué fue el más grande de todos los cubanos, es a la vez el
más grande de todos los americanos. No hubo tierra en el Hemisferio que no
amase y defendiese como suya; fue él quien al hablar de América dijo «nuestra
América». Él mojó su pluma en el dolor y en la esperanza de estos pueblos. Él,
que jamás vivió en la Argentina, describía a la Argentina como si nunca hubiera
salido de allí; él, que no estuvo en Uruguay, representó con su transparente
lealtad a la hermosa República Oriental como hubiera representado a Cuba; él
fue quien dijo de Venezuela: «Déme Venezuela en qué servirla, que en mi tiene
un hijo». Y lo fue de tal manera que su voz de centella iluminó con
inolvidables resplandores la epopeya que sacó a Venezuela de sus llanos y la
echó, desbordada, entre clarines y banderas de libertad, más allá del
ciclópeo muro de los Andes. Fue su hijo, como fue el hijo de Santo Domingo,
de donde vino a morir, trayéndonos en las lívidas angustias de sus últimos
días el sable con que Máximo Gómez abrió las puertas de la historia para que
entrara en ella la República. Él antevió, con su profunda mirada de profeta,
el papel de México en América, y de la tierra de Juárez dijo: «Yo habré
muerto, ¡Oh México!, por defenderte y amarte; pero si tus manos flaqueasen, y
no fueras digno de tu deber continental, yo lloraría debajo de la tierra, con
lágrimas que serían luego vetas de hierro para lanzas, como un hijo clavado a
su ataúd, que ve que un gusano le come a la madre las entrañas.» En su amor
por Guatemala él hervía como los volcanes de la hermosa tierra de los lagos.
El salió, vibrante, a la defensa de Haití cuando hizo falta; sobre Honduras
inclinó si vasta frente de bienamado de los siglos; por Nicaragua quebró
lanzas, exaltó a Colombia, escribió sobre el Perú, honró al Brasil y
deslumbró sus ojos dolientes con el tierno paisaje de Costa Rica. Ese que
ahora, ya molido por el diente poderoso de la que no perdona, nos ha
congregado hoy aquí, fue el más tenaz divulgador en nuestra lengua de cuanto
heroico y hermoso tienen los norteamericanos. No hubo hombre de historia en
nuestro Continente, ni hecho destacado en las tierras que van desde los
Grandes Lagos hasta el Cabo de Hornos, que no recibiera el tributo de Martí.
Por eso digo que es el más grande de todos los americanos, no por excesiva
admiración de cubano. Pues aquí estáis vosotros, representantes de las
patrias del Mundo Nuevo; y podéis afirmar cada uno cantó y sirvió a todos; y
eso no puede decirse enteramente de ningún otro padre de patria americana.
No, Señores, que la
enorme carga de amor con que él fue dotado por los dioses de los hombres no
podía reducirse a los límites de un país. Martí necesitaba todo el Continente
para amarlo. No cabía entre fronteras, como no cabe un océano en el lecho de
un río. Tanto amo a los pueblos, que todavía le sobró pluma para escribir de
Inglaterra, de Rusia, de Alemania, de Italia, de Francia. Y de España, la
España contra quien convocaba a guerra a los cubanos, cantaba él, que había
nacido sin semilla de odio: «Para Aragón, en España, tengo yo en mi corazón
un lugar todo Aragón, franco, fiero, fiel, sin saña».
Ahora ya no canta, no predica, no pone a caminar las centurias en palabras. De esa voz de mundos
sólo nos queda el eco; de esa llamarada, la luz que viaja todavía; de su
atormentada entraña continental, la lección de pasión que nos diera su vida;
de su apostolado, el hambre de dignidad que lo quemaba, la perenne y ardiente
sed de la libertad, el ansía infatigable de que los hombres aprendiéramos a
ser hombres enteros.
Pero aunque él no
cante ni predique ni oiga, como no cantan ni predican ni oyen las
cordilleras, aquí estamos, ante él. Que basta, el inconmovible silencio en
que te hallas llegue mi voz, padre y Apóstol; que aquí vengo, a nombre de
Cuba por los cubanos elegido para gobernarlos, a rendirte cuenta de lo que
hemos hecho desde que tú nos falta!
Hicimos la patria
libre, como tú mandaste. Ardió tu isla de Oriente a Occidente, y de Oriente a
Occidente amasaron los caballos invasores al mando del General Maceo, la
sagrada tierra en que naciste. Fue libre Cuba, y cumpliendo las tablas de la
ley que tú nos diste, la dedicamos «a todos y para el bien de todos». ¡Trata
de oírme, padre y Apóstol, porque quiero que hasta el polvo de tus huesos
sepa que no estás descansando «sin patria, pero sin amo» como algún día
dijiste que querías descansar! Ahora tienes patria y no tienes amo! Ahora el
amo eres tú; amo de nuestra gratitud, amo de nuestra piedad filial!
Tú no querías que
Cuba fuera gobernada como los campamentos, a voces de mando y toques de
corneta; y no lo es. El soldado que se cobija bajo la luz de la estrella
solitaria no alza desdeñoso el hombro cuando pasa junto al obrero ni junto al
estudiante ni junto al campesino; sus armas no son para oprimir. Con esas
armas vela él junto al altar de las libertades públicas. Si en una negra hora
de ofuscación algún cubano pensó que podía desoír tu mandato, y quiso
convertir a tu tierra en finca de gamonales aterrada al sonar de las espuelas
y de los sables, de las aulas salió a morir la muchachada que llevaba en la
sangre tu decálogo de patriotismo, y aquel ciego tuvo que irse, y con él los
menguados que se tapiaron los oídos para que tu voz no les ablandara la
maldad. Desde el torrente de tu generosidad, perdónalos, que más daño se
hicieron que el que hicieron ¡Padre y Apóstol, óyeme: que de la vacía cuenca
de tus ojos corran lágrimas de dicha, pues en esta isla tuya, en esta patria
que tu has alimentado antes de que naciera, ningún cubano sufre persecución
ni presidio ni tortura porque piense, porque hable: por respeto a ti, padre y
Apóstol, hasta el insulto y la calumnia crecen libremente bajo las alas de tu
bandera!
Tú dijiste que sólo
la cultura nos haría libres, y estamos diseminando escuelas en las ciudades y
en los campos. Día llegará, acaso antes de que transcurran otros cincuenta
años, en que cada mano cubana, cuando deje la herramienta del trabajo, el
mango del arado, la paleta del albañil, tomará un libro, para que desde el
fondo de las páginas oiga el rugir de los tiempos ascendiendo pura y
vigorosamente en esa profunda conmoción que tú desatabas con tu pluma. Los
niños recitarán «los zapaticos de rosa», bajo la palmera pondrán los
sinsontes música a tus «Versos sencillos» y el resplandor de tu imagen
cubrirá a tu isla, del océano al mar y del arroyo a la montaña. Trata de
oírme padre y Apóstol, para que te conmuevas en la noticia de que Cuba gasta
en escuelas, para aquellos quienes tú llamaste «la esperanza del mundo»,
mucho más de lo que en mantener escuadras y cañones gastaba el poder colonial
que combatiste! ¡Trata de oírme, padre y Apóstol, para que sepas que aquí
mismo, en esta ciudad que plegó sus piedras, espantada, para dar albergue a
tu cadáver, jóvenes blancos y negros, cubanas negras y blancas tienen Universidad!
Mucho nos falta por hacer todavía, mucho hay que trabajar antes de que cada
hogar cubano cuide una biblioteca y antes de que en este solar de trabajo que
es tu patria florezcan los poetas, los filósofos, los músicos y los sabios en
la cantidad que tú pedías. Pero, fija la voluntad en tu reclamo, allá
llegarán los cubanos, porque la libertad conduce siempre a la sabiduría y a
la belleza.
Tu dijiste, hablando
de los obreros, que era «de morderse los labios de cólera, de no andar por
toda la tierra paseando infatigablemente el estandarte de su redención».
Obreros a centenares de millares hay ahora en Cuba; se alzan, humeantes, las
chimeneas en los más apartados confines del país. Se trabaja en la caña, pero
se trabaja también levantando casas, tripulando barcos, manejando trenes,
hilando algodón, imprimiendo libros y periódicos, produciendo medicinas,
construyendo puentes y caminos; se trabaja en el comercio, en las industrias,
en los bancos, en los bufetes. ¡Haz por oírme, padre y Apóstol, y acaso
tengas un minuto de la alegría que tanto buscaste en la vida! Los obreros de
tu patria tienen jornales altos, se asocian libremente, visten con limpieza,
envían a sus hijos a las escuelas, reclaman sin miedo, negocian con sus
patronos, y en los locales donde se reúnen honran tu memoria haciéndolos
presidir con tu retrato. No hay ocupación para todos, ni tienen todavía
cuanto deben tener, porque tú nos enseñaste que al pie del hombre, por haber
nacido tal, había que poner a la creación entera para que cada uno se sintiera
rey. ¡Pero los trabajadores de tu patria están marchando, desde hace años,
hacia la conquista de la libertad y de la dignidad, firmes y resueltos como
un ejército el más hermoso ejército que pueda presentar una nación!
Tú dijiste que «el
cubano no puede vivir, como la hiena en la jaula dándole vueltas al odio».
Quisiera poder invocarte en carne viva, llamarte y que ante esta multitud
acongojada te pusieras en pie; sí, en pie, aunque te perdieras en los cielos,
aunque tu cabeza ardiera al sol, allá arriba, porque yo bien se que ya no
cabes en el mundo de los hombres. ¡Pero querría poder hacerlo, padre y
Apóstol, para que tu pueblo te oyera repetir ese mandato; para que Cuba sepa
que no es de cubano estar, como hienas, dándole vuelta al odio en tu jaula!
¡Aquí apacentando cóleras, tratando de que él árbol de la convivencia cordial
de todos nos de sombras, sordo al ataque más fiero, tapiado el oído a la
calumnia, yo quiero ser digno de tí, por lo menos en el amor a los hombres; y
con el corazón cargado de humildad te pido que me ayudes a cegar entre los
cubanos la árida fuente de donde pueda manar odio! Tú pediste que pusiéramos
«alrededor de la estrella, en la bandera nueva», una «fórmula del amor
triunfante»; tú afirmaste que entre los cubanos «es bueno el que ama, y él
sólo es bueno; y el que no ama no lo es». «Tú mandaste que entre nosotros
hubiera siempre paz; y he aquí, padre, que hay cubanos que se matan entre si
sin que ellos mismos sepan por qué, y otros cubanos quieren hacer bandera del
odio entre hermanos, y otros, enardecidos por doctrinas fanáticas, atizan con
espantosa habilidad la hoguera de la guerra entre mundos. Yo he padecido por
la sangre de cada hijo de esta tierra derramada sin móvil de altura y he
querido que las manos enemigas se truequen en manos fraternas; a los que
predican persecución les he dado el ejemplo de la tolerancia, porque sería
injuria a tu memoria traer a tu suelo el imperio de las disensiones
familiares; los fanáticos de una tiranía universal han sido hundidos, sin uso
de hierros ni actuación altanera, en el oscuro socavón de sus propios
errores».
No te alarmen en
exceso, sin embargo, mis palabras. Pues no hay reino de la maldad en Cuba ni
tu pueblo está regido por la violencia desatada. Lo que temo es que pueda
estarlo un día, porque tu supiste descifrar el secreto de los tiempos cuando
advertiste que «fustas recogerá quien siembra fustas» y que «el que desata
vientos cosecha tempestades», y por ese día de la cosecha de tempestades y de
fustas, me ves desde ahora preocupado. Levántate y diles a los pocos cubanos
que cuidan en el jardín de tu isla la venenosa flor del odio, que la
arranquen de raíz y arrojen la planta a los abismos del olvido!
No es la violencia lo
que gobierna a tu patria; es el Derecho. Gózate de saber que una Ley de Leyes
tan justa como puede serlo la obra de la criatura humana, garantiza al cubano
«el ejercicio de la dignidad plena del hombre», como tú reclamabas; que es el
pueblo quien se da sus pragmáticas y que hay tribunales para hacerla valer;
que el atropello de uno es entre nosotros el atropello al derecho de todos;
que Cuba vive asomada sobre los muros de sus mares, atisbando hacia donde
algo hermoso y limpio se de para aplaudirlo y hacia donde la maldad tenga su
asiento, para dolerse de ello; que aquí de montaña a valle y de costa a
llanura, hombres de todas las lenguas y de todas las razas son recibidos como
hermanos, si ejercen la bondad, y nadie les pregunta de qué tierra llegan ni
qué ánimos traen, sino cuánto han sufrido y cómo pueden calmarse sus
angustias. Tú, peregrino del mundo, debes alegrarte al saber que Cuba es
oasis para todos los peregrinos. El cubano si que siendo digno de tí en esa
pasión por ser útil y en ese señorío natural con que ve al mundo como a su
casa propia.
A menudo el cubano se queja de que Cuba no sea esa patria que él desearía, como desearía el hijo
que la madre resumiera toda belleza posible, toda posible perfección, y
tuviera el disfrute, para eterno, de la dichosa juventud. Si es que tu oído
se abre un día a la voz de los hombres, no te dejes engañar, oh padre y
Apóstol, por esas lamentaciones en que a veces estallan las cóleras de buena
ley. Pues no es cierto que Cuba sea un descampado librado a las pasiones
peores, ni a la holgazanería ni a la ignorancia. No somos todavía el pueblo
extraordinario que se necesita para honrar tu memoria. Pero yo he penetrado a
lo más profundo de tu intimidad; yo he descubierto, rastreando tu luminosa
vida, que si predicabas el constante ejercicio de lo bello, de lo digno, de
lo bueno, y callabas todo lo que podía quitar brillo a la hermosura de la
obra que ibas levantando; y decías que «¿quién que sea digno de mirar al sol
verá antes sus manchas que su luz?»; lo hacías porque tenías que crear héroes
para que labraran la epopeya, no porque ignoraras que un pueblo no se funda
en una hora; y que «en pueblos, como en ríos, es fuerza para juzgar del
beneficio de las aguas, esperar a que se sequen, al sol del tiempo, los
residuos limosos que la corriente deja en su camino». Medio siglo va pasando,
oh padre y Apóstol desde que a la voz con que la llamaste surgió desde el
dolor de la colonia la República cubana. Para tí, que apacentabas centurias
con tus manos, medio siglo es un soplo del tiempo. « ¡Pero en ese medio siglo
tu isla no es la que dejaste a oscuras cuando caíste en Dos Ríos!» Sin duda
los cubanos hemos acumulado errores, pero acumulamos también heroísmos que
fueron pasmo de América; acumulamos buena voluntad y luchas, amor al progreso
y a la libertad. ¡Haz por oírme, porque vas a tener un instante de dicha en
el fondo del silencio sin fronteras donde moras! Haz por oírme, que voy a
decirte aquí, ante tu pueblo que te venera, ante los representantes de las
naciones hermanas y amigas, bajo el sol que alumbró tu nacimiento, que puedo
descansar en paz porque con la autoridad que me confirieron los hombres y las
mujeres de tu tierra y la que me dio haber crecido peleando por defender los
derechos de todos, afirmo, con la fuerza de quien sacude una verdad, oh padre
y Apóstol, que ningún gobernante cubano ha sido totalmente malvado ni
totalmente traidor a tu memoria, porque aquél a quien su ignorancia le
ensoberbeció, o al que su exceso de malicia le hizo débil, o al que su pasión
por servir le llevó a cometer errores; todos, padre y Apóstol, sin faltar uno
en la cita con la historia, quisieron rendirte un día el tributo de un
trabajo, siquiera en bien de Cuba! Todos tuvieron – y a ti pido que hagas de
manera qué no la tengan los que han de seguir gobernando tu isla -- su hora
de alucinación o de flaqueza. Pero ocurrió, padre y Apóstol, que cuando tal
hora llegó, este pueblo acudió presuroso al arca donde venera tus enseñanzas;
y él enmendó el error del gobernante, él superó el momento aciago, él trepó
sobre la torpeza y allí tremoló tu nombre para que se disiparan las
tinieblas!
Aquí, en medio suyo,
a su cuidado, a su fe, a su esperanza te entregamos, padre y Apóstol. Estás
descansando en un anfiteatro de montañas, en el lugar de tu tierra donde se
dieron cita los héroes para ir batiendo banderas, de valle en valle, hasta el
confín lejano de la isla. Aquí te dejamos, como si te hubiéramos sepultado en
el propio corazón de Cuba. ¡Vive en él, padre y Apóstol; que aún yaciendo
inerte, en Cuba no morirá nunca tu recuerdo!
FIN
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